lunes, 19 de marzo de 2012

REFLEXION DE UNA ACCION DE MIRIAM LICON


AQUI PRESENTAMOS UN TEXTO DE MIRIAM LICON/66ISTMOCRITICO SOBRE LA PIEZA DE JAVIER SANTOS SMECK
VIVITEN SU PAGINA AHI ENCONTRARAN MUCHISIMOS TEXTOS E IMAGENES DE OTRSO TEMAS QUE HA TRABAJADO EL:
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ENLACE COMPLETO DEL BLOG DEL 666
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Memorias de un traslado.
 Pequeña reflexión sobre “Casa nueva para un lugar sagrado” de Javier Santos
Texto: Miriam Licón/666ismocritico
Fotos: Valeria Caballero y Gibrán Morales.
Me gustan los viajes en camión. Me gusta ver pasar el paisaje por la ventana, y calcular poco a poco lo que falta para la llegada. También debe ser  porque me gusta no hacer nada, me gusta perderme ociosamente en lo primero que  me viene a la mente. A veces simplemente en las expectativas de la llegada. A veces en el contraste de los verdes o los pardos del paisaje. No me convence la promesa de rapidez que acompaña los anuncios de transporte. No me urgen ni la llegada ni la frecuencia en los viajes. No me interesa que los recorridos cada vez duren menos, estoy dispuesta a dedicarle su tiempo a los caminos. 
Fui a Oaxaca para presenciar una acción artística. Es la primera vez que viajo a un lugar para un acontecimiento así. De lo que iba a ver sabía muy poco. No hablé con Javier sobre su proyecto, no pregunté gran cosa. En el fondo sabía que también iba por otras razones. Viajar sola es para mí la más ritualizada de las experiencias, me parece un acto de total intimidad. Quería pensar en lo que me llevaba allá. No sé mucho de arte y nunca he escrito al respecto, ni siquiera tenía idea de cómo debía acercarme a ello. Sin embargo tenía la certeza de que lo que vería me llevaría de nuevo a la escritura. Además de cartas he escrito muy poco últimamente, termine unas historias y no he vuelto a escribir ficción. A pesar de que no fui invitada para escribir memorias, secretamente buscaba una historia que contar en este viaje.
Empezaba a preocuparme por mi acto temerario cuando me abordó un hombre que se acababa de instalar  en uno de los asientos de al lado. Como era de esperarse inició la conversación. Por su tono y su forma de platicar me pareció un hombre de buen talante, una buena compañía para el camino, pero yo en realidad estaba atrapada en otras cosas y no podía seguirle. Platiqué solo un poco y regresé a la ventana, ahí me perdí un buen rato en el valle de cardones antes de regresar a buscar en la maraña de mis pensamientos lo que me  llevaba a San Jerónimo Yahuiche.
Estaba oscureciendo cuando llegamos a Oaxaca. Mi vecino despertó unos minutos antes de la llegada a la terminal. Tuvimos una plática breve y animada antes de despedirnos, lo cual me hizo sentir un poco mejor respecto a mi mal comportamiento como compañera de viaje. Llegando a Santa Rosa busque un teléfono público y le marqué a Javier. Me sorprendí cuando me dijo que justo en ese momento se encontraba en la fiesta del pueblo y que lo mejor sería que yo me acercara. Hasta ese momento me di cuenta de la temporalidad que esa acción iba a ocupar.
Una de las cosas que más disfruto es subirme por primera vez a una ruta de transporte urbano. Sobre todo si estoy en otra ciudad que no es la mía. Te bajas en el puente del río San Jacinto, me dijo. El puente. El río. La fiesta. Me pareció un buen inicio. Llegar a un lugar así tenía que ser un buen inicio. Se me quitó el cansancio acumulado, empezaba a ser desplazado por una euforia que duró varios días.
Llegamos a una explanada, no podría decir si se trataba de una plaza o una cancha, pues el lugar estaba poco iluminado y mi mirada se perdió entre la gente. No tuve tiempo de  observar  todo lo que había a mi alrededor. Apenas nos paramos ahí se me acercaron dos hombres, uno de cada lado, uno me ofrecía tepache, el otro mezcal. Al mismo tiempo Javier me presentaba a un par de familiares, y me señalaba a su madre que bailaba en el centro de la plaza. No había reparado en lo que ahí sucedía. Tome el mezcal y el tepache sin pensarlo sólo por la urgencia de ver a las mujeres que llevan orgullosas, canastas con arreglos florales y de frutas sobre la cabeza. Ya no podía atender nada más que no fueran las mujeres y las enormes comparsas con falda y trenzas que les acompañaban.
Javier desapareció por un momento y yo seguí mi camino detrás de las mujeres. Finalmente llegamos a la iglesia. Ahí  las perdí. Como mis sentidos no funcionan con la misma intensidad a la vez, deje de ver la plaza para poderme concentrar en la conversación con unos amigos de Javier. Por un momento no  sucedió nada, pero la gente seguía parada, a la expectativa. Se mantenía un espacio abierto en medio de todos.  Justo cuando los músicos volvieron a tocar apareció la primera mujer, de la canasta de flores  salía una llovizna de chispas, que creció hasta ser tormenta antes de elevarse al cielo. Así, una a una despidió con un balanceo, con un baile de una cadencia orgullosa a cada uno de sus toritos. Sentí que estaba presenciando algo, y es que siempre hay no se qué de  placentero en el derroche, pero pocas veces llega a ser sublime.
Cuando paso la última mujer ya estaba servida la mesa en el patio de la iglesia. Unas cuantas mesas largas, muy largas, fueron suficientes para todos. Frente a nosotros teníamos un plato de frijoles, chiles y un bonche de tortillas. En cuanto probé los frijoles supe que tenían manteca, ninguna otra cosa les podía haber dado ese sabor. Y la verdad,  me perdí pensando  en que existe en la cotidianeidad de los oaxaqueños una muy arraigada inclinación estética, los colores, los sonidos, los sabores todo me parecía de una riqueza y variedad que no recordaba en otro lugar. En ese momento me pareció evidente que esa inclinación era producto de su forma de cocinar. Ahora no podría asegurar cual fue primero, si su inclinación estética o su sazón.
La primera vez que fui a Oaxaca tenía la intención de ser antropóloga. Era más joven, tal vez por eso más pretenciosa e ingenua. En medio de la sierra cargaba yo con libreta, cámara y grabadora en busca de la verdad última en torno a la fiesta de semana santa en la región triqui. Una compañera y yo caminábamos por San Juan Copala con los ojos bien abiertos, dispuestas a no perder nada. Creía que era posible captar en unos días, con unas notas, con unas grabaciones un sentido para todo lo que ahí sucedía. Sobre todo creía que era necesario buscar ese sentido único a la experiencia colectiva. Mi deseo de ser antropóloga no duró mucho, me gustan más las novelas  que las etnografías. Por alguna deformación  incorregible con el paso por la universidad terminé confiando más en las ficciones, incluyendo el arte, como estrategias para acercarse al mundo. Darle un sentido al mundo tiene un aspecto estético, darle sentido al mundo es construirle una forma.
Ya éramos casi amigos cuando le acepte el último trago al mezcalero. Como quedábamos muy pocos, yo creí que estaba presenciando el fin de la fiesta. Había olvidado la duración de los festejos oaxaqueños, en realidad apenas estábamos en el primer día, y me esperaba una buena porque además la familia de Javier participaba en la mayordomía. En algún momento de la noche tuve una  epifanía etílica: me di cuenta que ya estaba en la pieza de Javier. Cualquier cosa que él fuera a hacer estaba pensada para los tiempos de la fiesta y quedaría ligada a lo que ahí aconteciera. 
Cuando llegamos a la casa de Javier y sus hermanos  eché un vistazo rápido a los cuadros, a las paredes, también me llamaron la atención un montículo de latas de grafiti en el patio. Me gusta su trabajo, hay voluntad en él. Voluntad de dar forma. Un poco antes de dormir me acorde de un pintor que decía que un artista es fácil de reconocer porque no puede dejar intacto lo que le rodea. Seguramente eso es lo que estaba haciendo Javier con la fiesta. Entonces la dimensión de todo aquello me pareció mucho mayor que las expectativas que me había hecho de una carreta proyectando imágenes por las calles. Eso era lo único que tenia, y  con esa imagen había sido suficiente para decidir viajar a verla…
Antes del mediodía ya estábamos encaminados hacia la  antigua casa de los padres de Javier. Subimos un cerro pequeño hasta llegar a un terreno que en algún momento debió de haber sido de cultivo y ahora parecía más bien un patio enorme. Ahí estaba la carreta. Apacible como un animal que pasta. Inmóvil. Recién ataviada con un ropaje de pequeños cortes de lámina. Retazos de anuncios, cascaras de oxido y pintura, trozos de  piel de lata, de máquina,  de lavadora, estufa, horno, caja, de puerta.  Que importa…de lo que fueron ya sólo son osamenta. El artista narrador le ha dotado a la carreta la tarea de acarrear trozos de memoria anónima. Recuerdos de cotidianeidad, que aunque no llegan a la anécdota, no evaden al tiempo y su paso. Las láminas con sus consistencias sólidas, frágiles, con sus texturas, con sus señas de antigüedad logran crear una poética del paso del tiempo. La cotidianeidad de la carreta se transforma en una alegoría de la vida, en una evidencia material del paso del tiempo.
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Una de las cosas que más me entusiasmo fue saber que dedicaríamos la mañana a hacer los ajustes a la carreta. Quería ver como se terminaba de construir el objeto sobre el que giraría la acción, pero también quería participar en ella, ser parte del ritual. Nunca he participado en los preparativos de una fiesta patronal, pero me imagino que cuando la gente se junta para levantar los altares, preparar los arreglos que adornan las entradas de las iglesias o pueblos, sucede algo más o menos similar a lo que pasa cuando se trabaja en colectivo, para el montaje de una pieza. Como no se trata de un trabajo asalariado, el hecho de conjuntar esfuerzos para llevar a cabo una acción, para crear un objeto cuyo sentido no es económico, sino simbólico crea una temporalidad distinta: la del ritual.  La pregunta salta inmediatamente, ¿es posible construir mitos y rituales a partir de una propuesta estética? ¿Cómo se incide desde el arte en el mundo de lo social?
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Mientras deshilachábamos unos retazos de ixtle nos atrapó el silencio de las tejedoras y cada uno se perdió en sus pensamientos…el lugar en calma, el tiempo arrullado por las voces de Louis Armstrong y Nina Simone,  la hierba fresca entre los dedos de los pies descalzos…he escrito tan poco últimamente…he venido porque quiero escribir… ¿Cómo escribir sobre todo lo que está sucediendo? … Si hiciera una crónica de la pieza, estrictamente de lo relacionado con ella, diría que empezó con la fiesta, porque formó parte de ella… Si hiciera una documentación tal vez me concentraría en las horas en las que se hizo el recorrido…tal vez agregaría una narración escueta sobre el proceso de construcción de la carreta/pieza artística. Con un poco más de audacia hablaría sobre los estudios previos, el diseño de la acción. Siendo las acciones artísticas  también creaciones conceptuales, las explicaciones siempre nos complacen. Si hiciera un ensayo tendría muchos temas que tocar acerca de la estética contemporánea, pero también de una reflexión en torno al espacio. De cualquier manera, la relación entre el arte y la vida sería un tema inevitable en cualquiera de las tres posibilidades…Aunque estaba deliciosamente perdida en mis pensamientos llegue a la conclusión de que no  tenía sentido  pensar en eso en ese momento. Después de todo la forma, la decisión respecto a la escritura se decidiría después de los acontecimientos.
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 Abandoné los pensamientos morbosos y  me dejé llevar por el goce del trabajo con los otros. Pasamos la mañana y parte de la tarde afinando detalles, colocando el manto sobre el que se proyectarían las imágenes, y afianzando los aparatos de sonido al suelo de la carreta. Desde un altavoz colocado en la entrada de la casa se anunciaba la hora y el destino del recorrido. Conforme avanzaba la mañana fueron apareciendo cada vez más personas que ayudaban en el montaje. Amigos y parientes de Javier aportaban su parte tal y como se hace cuando se organizan las fiestas y mayordomías en las comunidades. Unos trajeron las baterías con las que se obtendría la energía para el reproductor de sonido y el proyector que se habían colocado al interior de la carreta. Otros preparaban los cohetes, alguien más traía la mula para jalar la carreta que a estas alturas estaba totalmente vestida. Si bien seguía siendo una carreta, era evidente que había dejado de ser un objeto cotidiano. Hoy no serviría para transportar hierbas, mas bien parecía una nave de vela lista para una expedición incierta. La tela era  delgada, de esa tonalidad mate, casi ahuesada que adquiere el blanco con el tiempo. De caída suave como la de los velos que se usan para ocultar o cubrir algo que tarde o temprano será develado, mostrado.
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 Durante la labor Javier me había platicado un poco lo que pensaba hacer. La carreta haría el recorrido desde la casa hasta el terreno, durante el trayecto se escucharían algunas grabaciones. Los sonidos que saldrían del interior de la carreta son grabaciones de campo del lugar, alternada con fragmentos de conversaciones que tuvo con  su abuelo paterno y un tío abuelo materno,  también  parte de ¨El corrido de Pueblo Nuevo¨ que se escribió durante las movilizaciones del 2006. Justo desde donde partíamos era el lugar de las barricadas de la loma de los coyotes, una de las más grandes que se instalo en la entrada de la ciudad. Así, una narrativa similar a la de los mitos saldría desde el interior de la carreta. Se trata de  sonidos  que si bien tienen un narrador conservan su anonimato. El sonido del paisaje se mezclaba con la memoria colectiva que surgió de las barricadas y con fragmentos de un discurso  del que sólo se podría escuchar algo referido a un camino. Así la voz del hermano se convierte más bien en una presencia sin cuerpo, un eco de algún momento del que sólo se puede distinguir unas cuantas palabras sin contexto, sin enunciado, una simple referencia a un camino.
 

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 La procesión debía salir a las cinco treinta de la tarde. A esa hora ya habían llegado algunos familiares y amigos que preparaban garrafones de tepache  y repartían mezcal. Cuatro plataneros que también habían sido convocados esperaban montados en sus carritos. Parecían desesperados por salir, salvo uno que todo el tiempo mantuvo una sonrisa de  fascinación y desconcierto frente a lo inesperado de la situación.  Empezaron a tronar los cohetes. La abuela de Javier coordinaba las acciones con la pasión de quien es participe de lo que acontece. Que truenen los cohetes, que anuncien la salida, que truenen mas, pide la abuela.
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Antes de salir Javier anunció que la carreta y su recorrido eran un monumento a la memoria de su abuelo. El nombre del abuelo y las razones por las que se les debía un monumento eran intrascendentes en ese momento. En realidad esos datos parecían secundarios, más vinculados a la propia biografía del artista pero secundarios los objetivos de la pieza. No se trataba del monumento como culto a algún personaje. No se trata de fijar en la memoria colectiva un nombre, una imagen. No se trata de un notable del pueblo. No se trata de un abuelo en particular, ni de la vejez. Se trata de una poética del tiempo. Un monumento al tiempo debe ser un monumento efímero, cuya permanencia en la memoria de la vida comunitaria se deba solamente al recuerdo y sus trampas. Con el tiempo se crearan tantas versiones como bocas quieran decirlas. Y tal vez la carreta deje de ser un monumento a un abuelo para convertirse entre los cercanos en la carreta del abuelo que participó en algo que hizo Javier… Nadie sabe ni los autores ni los destinos de los mitos. Nadie ni nada externo al entramado social puede garantizar su permanencia o su desaparición en la memoria de quienes habitan el lugar.  
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El monumento se construirá en el acontecimiento, en lo que pase cuando recorramos las calles. Lo que  de él sea después depende en gran parte de lo que suceda en ese momento. Si una llanta se despedaza, si la mula sale desbocada y volca la carreta, si alguien se ofende e impide el paso por su calle…si…si…si…Tantas posibilidades como el azar quiera. Duchamp reclamaría seguramente con más fuerza que un susurro tímido que los problemas de las vanguardias no han sido expulsados del arte, con todo y su desmaterialización. Cualquier carreta de campesino echada a las calles por un artista nos produce un deja vu. De nuevo, el arte y la vida, la vida y el arte que no paran de cruzarse y entretejerse.
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La carreta como objeto de culto al frente; atrás, los cohetones,  los plataneros, los que reparten la bebida, los acompañantes. La música que nos acompañaba era una sinfonía estridente, una armonía de esos chillidos estremecedores que produce el vapor que sale del interior de los hornos de los plataneros, el feedback de los plataneros. Pasamos frente a las  miradas curiosas de las personas que hacían un alto en su caminar por la calle, de los que se asomaban por las ventanas, de los conductores de los mototaxis, de los que atienden los negocios y de sus clientes que se acercaban a la puerta para poder ver mejor. Algunos de  los que se asoman levantan la mano en un gesto amable de saludo y despedida hacia los conocidos que reconocen entre los caminantes.
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No había pensado que la gente se acercaría a preguntarme acerca de la procesión sonora. Así me tomó por sorpresa la pregunta de una mujer más o menos madura. No supe bien que decir, y me parecía que no tenía sentido explicarle que se trataba de una acción artística, sobre todo porque a esas alturas yo estaba segura de que esa explicación era no sólo innecesaria en ese contexto, sino sobre todo insuficiente. Sólo atine a decir que un nieto hacia ese recorrido como homenaje a su abuelo muerto. La mujer asintió satisfecha, aquello era un acontecimiento inusual pero posible al interior de la vida comunitaria. La abuela de Javier, que ya ha respondido antes a otros me pregunta con curiosidad que he respondido yo. También ella aprobó la respuesta. Sonreímos con una especie de complicidad satisfecha, a pesar de lo complicado de la situación hemos salido al paso con la explicación. Fueron varios los que se pararon a preguntar. Algunos niños salían de sus casas, en una esquina un hombre describe la acción por celular, como quien no puede evitar sentirse atraído por lo inesperado y lo comparte gozosamente con su interlocutor. De repente me di cuenta que me iba a ser imposible seguir todo lo que estaba sucediendo. Deje a los espectadores y me acerque de nuevo a la carreta. De haber ido ahí como antropóloga no habría sabido que hacer ante semejante atrevimiento. Tratar a la pieza como una obra de arte,  una obra individual, producto de un artista o como una licencia respecto a la tradición, después de todo su familia participa en la organización de la fiesta. Por suerte había sido invitada como escribana y me sentí con la libertad de concentrar mi atención en la carreta y su rodar.
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Por un momento tomamos la carretera. Con su andar lento, la carreta marco el ritmo de los carros. El sonido que producían las láminas con el movimiento, la grabación de los camoteros que salía del altavoz alternada con una voz de la que yo sólo alcanzaba a distinguir algo referido a un camino hacían de la carreta un ente sonoro, digno de atraer por si mismo toda la atención del escucha. Es el artificio controlado, creado por el artista pero lanzado a la vida y sus contingencias. Cuando retomamos las callejuelas del pueblo pasamos por un  túnel formado por las ramas entrelazadas de arboles enormes en las que se refugiaban cientos de pájaros negros. La sensación y el ruido eran tan envolventes que en un momento tuve la certeza de que la naturaleza también había decidió participar de la procesión sonora. Es como si la sinfonía del recorrido hubiera encontrado su clímax en ese momento, bajo ese nicho de ramas. No, me equivoco en la descripción, eso no era una sinfonía, era una sesión de improvisación cuyo mejor momento se producía con la conversación entre los sonidos de la carreta y los de la naturaleza.
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 Nos detuvimos en el semáforo antes de llegar al puente de San Jerónimo Yahuiche, ahí donde la noche anterior me había encontrado con Javier. Es un cruce muy transitado. La carreta esperaba junto con los carros el cambio de luces. En medio de la cruz que formaban las cuatro calles que se encuentran, Paco, uno de los fotógrafos coloco un tripie. Esa es una de las imágenes que me parecen más bellas del trayecto. Me pareció un desafío a la temporalidad urbana, a su rapidez. Era como si el fotógrafo y la carreta perturbaran con su pequeñez y lentitud la gran maraña urbana.  Es el encuentro de la carreta  y su procesión con el entorno el que me parece que es eso que podríamos llamar la experiencia estética.
A pesar de que el rio está seco, el puente sigue siendo bellísimo. Se trata de las ruinas de una entrada majestuosa a un pueblo sencillo. Apenas recorrimos las primeras callecitas aparecieron los grafitis, algunos referidos a los acontecimientos del 2006, otros presagiando un próximo 2010. Otros sin otro compromiso que mostrar el placer del trazo, de la forma y el color. También aparecieron las láminas. Las puertas de las casas, las cercas, los techos, a  las paredes muchas de ellas estaban hechas de láminas nuevas y viejas. Es como si Javier hubiera hecho de la carreta una pequeña casa móvil con los materiales de las casas de Yahuiche. De eso se trataba, de una casa nueva que se dirige al terreno, a su lugar sagrado. De una casa carreta, de una casa monumento al pueblo y su memoria.
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Conforme avanzaba el recorrido la pieza me parecía más bella y más inaprensible. Entendí que esta pieza formaba parte de una acción de un artista que reflexiona y dialoga constantemente con el espacio. Sé que Javier participó en Arte Jaguar, grafitero, amante del hip hop y la música norteña, músicas de la experiencia social. He visto también algunos de sus trabajos en torno al detonante de la movilización social, pero no imaginé que desde una pieza tan personal lograra una intuición tan aguda respecto al mundo social. La idea del homenaje al abuelo era cada vez menos relevante, aun cuando conservara su sentido poético. Me dio gusto haber llegado a Oaxaca sin saber nada, porque mi ignorancia no me permitió dejar de sorprenderme.
No me gustaría definir “casa nueva para un lugar sagrado”  como arte público. No me convence esta definición, un algo de feminismo libertario me provoca un rechazo abierto hacia la idea de lo público.  Si bien se busca en el arte público un encuentro entre el arte y la vida (social) este no se consolida. Lo público, el espacio público tal y como se define en el liberalismo no se puede tomar, no puede ser habitado ni ocupado por quien no sea propietario: llámese un sujeto de carne y hueso, una empresa o el Estado y sus instituciones. El artista puede intervenir el espacio público, pero no reflexiona como un habitante. El espacio que habita es el privado. Lo público no se habita, lo mas que se puede hacer es ejercer su derecho a dejar su huella en un lugar de paso, una cosa es la vida y otra el arte. La pieza de Javier es insumisa, no acepta esa separación sin más, pertenece a esas tradiciones que desde fines del siglo XIX han hecho rebeliones en el campo del arte por esta imposición.
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Un camino viejo, convertido ahora con la urbanización en una calle de terracería nos llevó hasta el terreno. Tanto me habían hablado de él que esperaba el momento de la llegada como quien espera conocer a una persona de la que le han contado buenas anécdotas. La carreta-casa encontró su lugar en medio del terreno enyerbado y cicatrizado por acciones anteriores. Los plataneros se quedaron esperando en la entrada lo que fuera a suceder. Apenas llegamos ya se estaban repartiendo las bebidas. Nos tocaron los últimos minutos de luz natural que se despidieron para dar paso a la iluminación de la casa, que para ese momento parecía un objeto sagrado, de esos que la gente rodea con velas.
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Del velo-pantalla emergían como carretes viejos de película tres fotografías en movimiento, un rostro empalmado en otro,  una detrás de otro. No importaba cual era el rostro del abuelo que trazo el camino que da al terreno. No importa cuál de ellos usaba la carreta en sus labores cotidianas. La idea del abuelo no está arraigada en una cara a la cual rendirle culto. La idea del abuelo es parte de la mitología del tiempo, de esa poética del tiempo que Javier hilvanó, construyó, creó con retazos de lámina y sonido. De esa mitología que culmina con el develamiento del rostro múltiple del abuelo. El pasado al que se remite es un pasado colectivo, de una narrativa que se descompone en muchas historias, que escapa a la imposición de la Historia única del monumento tradicional. La carreta es un monumento a lo efímero, un monumento a nadie, un monumento al tiempo.
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Pensé que la acción terminaba con la llegada al terreno,  una vez colocada la carreta y develada la imagen. De forma inesperada aparecieron en el camino la rondalla y la gente de la fiesta que les acompañaba. Por el rostro de sorpresa de Javier supe que tampoco el los esperaba. Tal vez también el estaba descubriendo algo inesperado respecto a su acción artística y el lugar que ocupaba en los festejos. Pronto fuimos muchos los congregados alrededor de la casa monumento. Distintas expectativas desataron otras tantas pláticas. Me dio la impresión de que la mayoría se desatendió de la explicación del proyecto traslados, una explicación de lo que hace un grupo de artistas intentando interactuar con la comunidad es lo que menos necesita un ritual.  A veces el mito, la narración que acompaña a la congregación, necesita de carne y hueso para alimentarse. Fue la tía de Javier la que se encargo de que la historia del abuelo que trazo el camino le diera sentido a lo hecho por el nieto. El nombre del abuelo es lo de menos, su rostro también si a cambio nos han dado le placer de la anécdota. Hay lugares donde gusta más la ficción del nieto que rinde un homenaje inusual a su abuelo que la de un artista que reflexiona sobre su historia personal  y su pasado familiar.
Detrás de mí se inicio una conversación sobre la APPO, y cuando menos me lo espere estaba envuelta en ella. Había pasión en las palabras y perdí la última parte de la narración de la tía de Javier. Esa platica continúo hasta entrada la noche cuando llevábamos  la carreta de regreso a  su soledad cotidiana en casa de una de las abuelas de Javier.
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En un momento de entusiasmo desmedido pensé en definir la pieza de Javier como “arte comunitario”, después de todo la acción es arte porque se mantiene en el parámetro del artifico, aunque  paradójicamente ese artificio no se impone como algo artificial, externo a la cotidianeidad comunitaria. No es un accesorio, forma parte de la temporalidad de la fiesta del lugar. Es una acción artística que convive, que comparte una temporalidad con la acción social. El artista/artífice  que es Javier es también un miembro de la comunidad,  y en ese momento miembro de la familia que forma parte de la mayordomía. Las mayordomías le dan forma al festejo, todo lo que cambia y lo que se mantiene del rito depende de la decisión de quienes la conforman. “Casa nueva para un lugar sagrado” es un elemento nuevo en el espacio sagrado de la fiesta patronal. A diferencia del espacio público, el espacio comunitario exige ser tomado, habitado, ocupado.
Pensé que “arte comunitario” sería una buena definición, pero de repente se me vinieron  a la mente espacios y situaciones que poco o nada tienen que ver con lo que vi en San Jerónimo Yahuche. Me acordé de los centros sociales, de las casas de cultura, de algunos espacios gubernamentales y no gubernamentales, de tantos proyectos… y entonces esa visión de lo comunitario me pareció tan triste, casi asistencialista, que me pareció una injusticia aplicársela a la pieza de Javier. No encontré definición para una acción artística en una mayordomía. Entonces me despreocupé respecto a los conceptos, nadie le exige  rigor teórico a las memorias de los no artistas, de los no críticos.  Hasta el último momento, sentada en la terminal de autobuses de Santa Rosa me alegré de confirmar mi encuentro con la escritura.
En el camino de regreso sólo dormí. Estaba muy cansada pero segura de que tarde o temprano las palabras y mis recuerdos se encontrarían. Regresaba con la certeza de que había hecho bien,  no había sido  necesario preguntar mucho para saber que iba a encontrarme con algo que valiera la pena ser contado. Yo también deposité mis mitos personales en la carreta y me encontré con ellos en un hermoso ritual artístico.

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